Innovar es aprender a fracasar: la mentalidad experimental que un país necesita

Vivimos en una especie de jaula de oro. Todos admiramos los beneficios de la innovación, pero al mismo tiempo nos paraliza el precio que exige: el fracaso. El verdadero motor de la innovación no está en unos pocos genios iluminados, sino en una cultura que se atreve a experimentar, a probar, a equivocarse y, sobre todo, a aprender de esos errores.

La clave está en la mentalidad experimental. En palabras simples, se trata de entrenarnos en un ciclo continuo de prueba y reflexión, como un “bucle de crecimiento”. No es una teoría abstracta, es lo que hacen quienes innovan de verdad: intentan, se equivocan, analizan, ajustan y vuelven a intentar. La innovación no nace del apego rígido a una idea, sino de la capacidad de soltar y reinventar.

El problema es que nuestra cultura muchas veces castiga el error. Convertimos el fracaso en vergüenza y lo escondemos. Y al hacerlo, desperdiciamos lo más valioso que nos puede dar: aprendizaje. Cada vez que un proyecto falla, no estamos frente a la nada, estamos frente a datos, pistas, señales que nos muestran un camino alternativo. Ignorar esa información es condenarse al estancamiento.

Entonces, la pregunta no es cómo evitar el fracaso, porque es inevitable. La pregunta es: ¿cómo aprendemos a fracasar bien?
“Fracasar bien” no significa resignarse, sino transformar cada tropiezo en un peldaño. Significa diseñar experimentos pequeños, de bajo riesgo y tiempo limitado, que nos permitan equivocarnos sin drama y, al mismo tiempo, acumular aprendizajes valiosos. Requiere resiliencia, humildad intelectual y la valentía de exponer ideas inacabadas al juicio de otros.

La innovación es, en buena medida, un acto de vulnerabilidad. Presentar una idea que aún no está lista, arriesgarse al rechazo, y aun así elegir aprender. Y ese coraje no surge en el vacío: florece en ecosistemas que lo protegen.

Hoy, nuestros sistemas —educativos y organizacionales— suelen premiar lo predecible, lo lineal, lo “correcto”. Son buenos para la eficiencia, pero asfixian el pensamiento exploratorio, ese que a veces parece caótico, pero que es indispensable para innovar.

Por eso necesitamos crear entornos de “flujo social”: comunidades, equipos y espacios donde sea normal aprender en público, donde se compartan “buenos errores” sin miedo y donde crecer juntos importe más que competir. En estos lugares, la vulnerabilidad deja de ser debilidad y se convierte en una fortaleza colectiva.

El cambio cultural que necesitamos no llegará solo: requiere decisión. Innovar de forma sostenida no es producto de planes perfectos ni de genios solitarios, sino de personas que cultivan humildad y coraje, y de entornos que valoran la seguridad psicológica y el aprendizaje colectivo.

Así que la verdadera pregunta no es si fracasaremos en el camino de la innovación —porque lo haremos—, sino si tendremos el valor de fracasar bien.

Daniela Feliú
Gestora de Nuevos Proyectos Know Hub Chile

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